Festival de beethoven por Rafal Olvinski

Festival de beethoven por Rafal Olvinski

jueves

Una Ola triste hacia Grecia

Niki se pone los auriculares de su iPod. No se ha quitado las gafas a pesar de que es temprano y el sol no resulta precisamente cegador dentro del vagón. Se ha bajado casi todo Battisti del iTunes. Esas palabras le hacen daño, pero es más fuerte que ella. A veces el dolor te absorbe tanto que resulta casi espontáneo el hecho de alimentarlo. El paisaje corre veloz por las ventanillas. Igual que los recuerdos en su corazón. Erica le da una patada en la pierna.
-Eh, chica, ¿duermes? ¡Grecia nos espera! ¡Para dos que se acaban de separar como nosotras, fiesta grande!
-¡Sí, sí, yo os guiaré al abordaje! -Olly salta en su asiento-. ¡Hale! ¡Y conste que he dicho hale, no Alex! -Y grita. Una pareja de ancianos se vuelve y la mira.
Niki esboza una sonrisa para no defraudar a sus amigas, pero después vuelve a mirar hacia afuera, en busca de distracciones que no llegan. El tren corre veloz, se levanta en el cielo. Perfume de vacaciones, libertad, ligereza. Pero tenía que ser diferente. Podía ser diferente. Mis amigas están felices. Cada una ha encontrado su camino o ha abandonado el equivocado. Cada una sabe adónde ir. En cambio, yo me estoy dejando llevar. Pero a lo mejor es así como tiene que ser cuando te sientes mal. "Tener en los zapatos las ganas de marchar. Tener en los ojos el deseo de mirar. Y quedarse... prisioneros de un mundo que sólo nos deja soñar, sólo soñar..."

Y después una noche en el ferry. El mar, las olas, la corriente. Y esa estela que se aleja del barco. Y pensamientos que no consiguen desvanecerse. Niki está apoyada en la barandilla. Pasan unos chicos a su lado. Otro, tumbado en una hamaca de madera bastante corroída por el salitre, lee un libro antiguo de Stephen King; otro, uno nuevo de Jeffery Deaver. Thriller. Terror. Miedo. Niki sonríe. Mira de nuevo el mar. Ella no necesita ningún libro para tener miedo. Y se abraza con fuerza a sí misma. Y se siente sola. Y le gustaría mucho poder detener esa lágrima. Y le gustaría no haber amado. Y le gustaría mucho no seguir amando. Pero no lo consigue. Y esa lágrima cae, y se sumerge en el mar azul, tan salado como ella. Y Niki se ríe ella sola. Y sorbe un poco por la nariz. E intenta no llorar. Y al final casi lo consigue. Están a punto de empezar unas vacaciones. Maldita sea... ese dolor no tiene intención alguna de pasarse.

Perdona si te llamo amor
Federico Moccia

Una Ola feliz en París

Y también, oculto debajo del resto, hay un vestido largo, negro. Niki lo coge, lo desdobla. Se lo pone por encima. Es precioso. Con un escote profundo, provocativo. Se abrocha la espalda, dejando los hombros al descubierto. Y cae suavemente, hasta cubrir unos espléndidos zapatos de raso negro, de tacón alto; elegantes, con pequeñas hebillas laterales. Modernos como ella cuando se los pone. Y más. Ella camina, desfila, se ríe, mientras baila en esa habitación.
Luego baja por una gran escalinata, del brazo de él. Hasta el hall del hotel. Rey y reina de una noche fantástica. Única. Casi imperceptible, tanta es su belleza. Cogen un taxi y cenan junto al Sena. Marisco, Champán, pan crujiente, una baguette a rebanadas para mojar en la salsa del pescado. Tan especial, tan bueno, tan fuerte, tan caliente. Como la lubina a la sal, fresca, con unas gotas de limón, ligera como el aceite que la baña apenas junto con un poco de perejil finamente picado. Y más champán. Un delicado francés se acerca con una pequeña guitarra. Otro con unos bigotes curiosos, estilo de Dalí, aparece por detrás. Lleva una armónica entre las manos. Y tocan divertidos, a pesar de haberlo hecho mil veces, La vie en rose. Yuna señora mayor, olvidándose de su edad, ya no tan joven, se levanta de una mesa que hay al fondo del local y empieza a bailar. Y cierra los ojos, y levanta los brazos al cielo, dejándose llevar por la música. Y un hombre que no la conoce, no la deja sola. Se levanta él también. Se le acerca. Ella le sonríe. Abre los ojos y coge esas manos que la buscan. A lo mejor lo estaba esperando. Quién sabe. Y siguen bailando juntos, pequeños héroes que no sienten vergüenza ante esas notas que hablan de amor. Y se miran a los ojos y sonríen sin malicia, sabedores de que algún día alguien los recordará. Y Niki y Alessandro los miran desde lejos. Se toman de las manos y sonríen, cómplices de esa espléndida mágia, de esa extraña fórmula, de ese código secreto que empieza y termina sin un porqué, sin reglas, como una marea inesperada, un solo cuenco y dos cucharillas. Niki y Alessandro combaten divertidos, en una extraña lucha por el último bocado. Luego se toman un passito de Pantelleria, una sorpresa italiana en medio de esos sabores tan franceses. Niki acaba de tomar un sorbo cuando se apagan las luces. Se queda con la copa suspendida en el aire. A lo lejos, por la ventana del restaurante se ven los reflejos de la luz en el Sena. Antiguos edificios de una belleza sin igual iluminan la noche. [...]
En el local siguen tocando. El hombre y la mujer que antes bailaban ahora se ríen. Se están tomando un merlot joven en la barra. Entra un ruidoso grupo de muchachos y toca con su propia alegría. Pero la mesa de Niki y Alessandro está vacía. Se hallan lejos, en la noche parisina, abrazados bajo las estrellas subidas en la Torre Eiffel. La miran desde abajo. Nubes altas, y luna, y barcas que se cruzan, y plazas, y ascensores, y turistas que se asoman y se besan y señalan con la mano en el vacío algo que está más allá, a lo lejos, que se ve desde allí arriba. En las postales no parece tan grande. Y un taxi para dar una vuelta. Los Champs-Elysées y Pigalle y un saludo desde fuera al museo del Louvre con la promesa de regresar pronto. Caminar junto al Sena, Montmatre, la iglesia de la Sainte Chapelle. entran jóvenes, turistas inexpertos que se pierden en la belleza de esos vitrales, de esas mil cien escenas bíblicas a las que los fieles denominan La entrada al paraíso... Y sentirse tan felices que ni siquiera tienen valor para desear nada más, para atreverse, de avergonzarse hasta de rezar, a no ser que sea para pedir no despertar de ese sueño. Llegar así, simples egoístas de felicidad, al hotel.

Perdona si te llamo amor
Federico Moccia

martes

Y el amor

Un libro debe hurgar en las heridas, provocarlas, incluso. Un libro debe ser un peligro.

Émile Cioran