Festival de beethoven por Rafal Olvinski

Festival de beethoven por Rafal Olvinski

lunes

Torii de Miyajima



Óleo sobre lienzo
70x70

viernes

PAUL AUSTER. Diario de Invierno

... la forma en que parecía regocijarse en el mero hecho de tu existencia, y como era tan desgraciada en su matrimonio, ahora comprendes que se volvía hacia ti como una forma de consuelo, para inculcar a su vida un sentido y un propósito que de otra manera le faltaba. Eras el beneficiario de su desdicha, y te quería mucho, mucho y de forma especial, sin duda te quería muchisimo. Eso en primer lugar, eso por encima y más allá de todo lo demás que cabría decir: era una madre fervorosa y entregada a su hijo durante tu primera infancia y tu niñez, y todo lo que ahora haya de bueno en ti, todas las virtudes que ahora puedas tener, vienen de aquella época, de antes de que puedas recordar quién eras.


Cuando duermes, duermes profundamente, sin apenas moverte hasta la hora de levantarte por la mañana. El problema al que de vez en cuando te enfrentas, sin embargo, es cierta reticencia a acostarte en primer lugar, un aumento de energía a última hora que te impide dejarlo todo hasta que no has despachado otro capítulo del libro que estás leyendo, visto una película en la televisión, o, si es temporada de béisbol y los Mets o los Yankees juegan en la Costa Oeste, sintonizado con la emisión realizada desde san Francisco, Oakland o Los Ángeles. Después, te metes en la cama junto a tu mujer, y al cabo de diez minutos te quedas como un tronco hasta el día siguiente. No obstante, de tanto en tanto algo viene a interferir en tu sueño, normalmente profundo. Si por casualidad acabas de espaldas, por ejemplo, puede que empieces a roncar, con toda probabilidad empezarás a roncar, y si el ruido que produces es lo bastante fuerte como para despertarla, tu mujer te rogará quedamente que te des la vuelta, y en caso de que esa benévola táctica falle, te dará un empujón, te sacudirá por el hombro o te dará un pellizco en la oreja. Nueve de cada diez veces, harás inconscientemente lo que ella te ordena, y volverá a dormirse enseguida. El diez por ciento restante, el empujón hará que te despiertes, y como no quieres seguir alterando su sueño, irás por el pasillo hasta la biblioteca y te tumbarás en el sofá, que es lo bastante largo para acoger tu cuerpo completamente estirado. Las más de las veces, logras volver a dormirte en el sofá; pero en ocasiones no lo consigues. A lo largo de los años, tu sueño también se ha visto interrumpido por moscas y mosquitos zumbando por la habitación ( los peligros del verano), involuntarios puñetazos en la cara por parte de tu mujer, que tiende a abrir los brazos cuando se da la vuelta en la cama, y una vez, en una sola ocasión, te despertaste cuando tu mujer se puso a cantar en medio de uno de sus sueños: soltando a grito pelado la letra de una canción de una película que había visto de pequeña, tu brillante, erudita, sumamente refinada mujer volviendo a su infancia del Medio Oeste con una espléndida interpretación a plena voz de "Supercalifragilisticoespialidoso" tal como la cantaba Julie Andrews en Mary Poppins. Una de las raras ocasiones en que los ocho años de diferencia de edad entre vosotros te han resultado evidentes, porque cuando estrenaron esa película tú eras demasiado mayor y por tanto (afortunadamente) nunca la has visto.


Joubert: El fin de la vida es amargo. Menos de un año después, de escribir esas palabras, a los sesenta y un años, edad que en 1815 debía de parecer mucho más avanzada de lo que hoy se considera, anotó una formulación distinta sobre el fin de la vida que invita a mayor reflexión: Hay que morir inspirando amor (si se puede). Te conmueve esa frase, sobre todo las palabras entre paréntesis, que a tu modo de ver muestran una gran sensibilidad de espíritu, adquirida con gran esfuerzo, sobre lo difícil que resulta inspirar amor, en particular para alguien que está en la vejez, que se está sumiendo en la decrepitud y se encuentra al cuidado de otros. Si se puede. probablemente no exista mayor logro humano que merecer amor al final. Manchando el lecho de muerte con babas y orines. todos vamos a pasar por ahí, te dices a ti mismo, y la cuestión es hasta qué punto puede seguir siendo humana una persona mientras se encuentra en un estado de impotencia y degradación. No puedes pronosticar lo que ocurrirá cuando llegue el día en que te metas en la cama por última vez, pero si no desapareces súbitamente como tu padre y tu madre, quieres morir inspirando amor. Si puedes.


Diario de invierno
Paul Auster

domingo

Orage arrivant sur la plage




Óleo sobre lienzo
60x60

viernes

Historia de la Música Ilustrada



Conparto en mi blog, con permiso de su creador, este video pedagógico musical ilustrado. Me ha parecido una maravilla y de seguro que le va a gustar a todo el que lo vea, amante de la música y el arte como la moi. Asombrada me he quedao. Que joya de trabajo!

PAUL AUSTER. La Invención de la Soledad y [3]

Canción para acompañar al libro de la Memoria. Soledad, interpretada por Billie Holiday, en la grabación del 9 de mayo de 1941. Billie Holiday y su orquesta. Duración: tres minutos y quince segundos. Como sigue: "En mi soledad me persigues / con sueños de días pasados. / En mi soledad te burlas de mí  / con recuerdos que nunca mueren... etcétera. Con reconocimientos a D. Ellington, E. De Lange e I. Mills.

jueves

PAUL AUSTER. La Invención de la Soledad [2.2]

El libro de la memoria

Los juegos de palabras que practicaba A. en sus épocas de colegial, no eran tanto una búsqueda de la verdad sino una búsqueda del mundo que aparece en el lenguaje. El lenguaje no es equivalente a la verdad; es nuestro modo de existir en el mundo. Jugar con las palabras es examinar la forma en que funciona la mente, el reflejo de una partícula del mundo tal como la percibe la mente. Del mismo modo, el mundo no es simplemente la suma de cosas que existen en él, la red infinitamente compleja en que estas cosas se conectan entre sí. Como en los significados de las palabras, los objetos cobran significado sólo en su relación con otros objetos. "Dos caras son parecidas -escribe Pascal-, y aunque ninguna de las dos sea graciosa por sí misma, su similitud nos hace reír". Las caras riman a los ojos, así como las palabras riman al oído. Para llevar estas conclusiones un poco más lejos, A. cree que es posible que los hechos de la vida también rimen. Un joven alquila una habitación en París y luego descubre que su padre había estado escondido en aquella habitación durante la guerra. Si estos dos hechos tuvieran que considerarse por separado, habría poco que decir con respecto a cualquiera de ellos; pero la rima que crean al ser relacionados modifica la realidad de ambos. Al igual que cuando se aproximan dos objetos físicos desprenden fuerzas electromagnéticas que no sólo afectan la estructura molecular de cada uno de ellos, sino también el espacio que los separa, alterando de ese modo el mismo ambiente, dos (o más) hechos que rimen establecen una conexión en el mundo y añaden una sinapsis más a recorrer en el extenso "plenum" de la experiencia.
   Estas conexiones son muy comunes en los trabajos literarios (para volver a aquella idea) pero uno tiende a no verlas en el mundo, pues el mundo es demasiado grande y la vida de uno demasiado pequeña. Es sólo en esos raros momentos en que uno cree vislumbrar una rima en la vida, cuando la mente puede saltar fuera de sí misma y servir como puente para cosas que están más allá del tiempo y del espacio, más allá de la vista y de la memoria. Pero en todo esto hay algo más que rima. La gramática de la existencia incluye todas las figuras del lenguaje mismo: comparación, metáfora, metonimia, sinécdoque; de modo que cada cosa que encontramos en el mundo es, en realidad, muchas cosas que a su vez dan lugar a otras muchas más, dependiendo de qué tengan cerca, en qué estén contenidas o de dónde surjan. A menudo falta el segundo término de comparación, porque ha sido olvidado, está enterrado en el inconsciente o por alguna razón resulta imposible de localizar. " El pasado se oculta -escribe Proust en un párrafo importante de su novela-, fuera de [los] dominios y [del] alcance [de nuestra inteligencia], en un objeto material (en la sensación que ese objeto material nos daría) que no sospechamos. Y del azar depende que nos encontremos con ese objeto antes de que nos llegue la muerte, o que no lo encontremos nunca". Todo el mundo ha experimentado de una forma u otra las extrañas sensaciones del olvido, la misteriosa fuerza de un término perdido.

viernes

PAUL AUSTER. La Invención de la Soledad [2.1]


El libro de la memoria

De vez en cuando, A. se sorprende a sí mismo mirando una obra de arte con los mismos ojos con que observa al mundo, aunque sabe que leer las imágenes de ese modo es una forma de destruirlas. Piensa, por ejemplo, en la descripción que hace Tolstói de la ópera en La guerra y la paz. En aquella escena, nada se da por sentado y por consiguiente todo se reduce a un absurdo. Tolstói se burla de lo que ve limitándose sólo a describirlo: "En el segundo acto había monumentos de cartón sobre el escenario, y un agujero redondo en el telón de fondo que representaba la luna. Las candilejas estaban cubiertas por pantallas y los cuernos y los contrabajos hacían sonar sus graves notas, mientras la gente salía de ambos lados del escenario con capas negras y blandiendo unas armas que parecían dagas. Luego otros hombres irrumpieron en el escenario y se llevaron a la doncella que antes vestía de blanco y ahora de azul claro. Pero no se la llevaron enseguida, primero cantaron con ella durante un buen rato, hasta que por fin la sacaron a rastras. Detrás de las cortinas retumbó tres veces un sonido metálico y entonces todos se arrodillaron y cantaron una canción. Aquellos actos fueron interrumpidos repetidas veces por los gritos entusiastas del público".
   También existe la tendencia equivalente pero opuesta de mirar al mundo como si fuera una extensión de lo imaginario. esto también le ha ocurrido a A., aunque odie aceptarlo como una actitud válida. Al igual que todo el mundo, él busca un significado; su vida está tan fragmentada que cada vez que encuentra una conexión entre dos fragmentos, siente la tentación de buscarle un significado. La conexión existe, pero otorgarle un significado, mirar más allá de la cruda realidad de su existencia, sería construir un mundo imaginario dentro del mundo real, y él sabe que ese mundo no se sustentaría. En los momentos de mayor valentía, adopta el sinsentido como principio básico; pero luego comprende que su obligación es ver lo que tiene delante (aunque también esté en su interior) y describir lo que ve. Está en la habitación de la calle Varick; su vida no tiene sentido; el libro que escribe no tiene sentido. Allí está el mundo y las cosas que uno encuentra en él, de modo que hablar de ellas es pertenecer a ese mundo. Una llave se rompe dentro de una cerradura y ha sucedido algo; lo que equivale a decir que se ha roto una llave dentro de una cerradura. El mismo piano parece existir en dos lugares diferentes. Un joven acaba viviendo en la misma habitación donde veinte años antes su padre se enfrentó al horror de la soledad. Un hombre encuentra su antiguo amor en la calle de una ciudad extranjera; y eso significa sólo lo que es, nada más ni nada menos. Luego escribe: "entrar en este lugar es como esfumarse en un sitio donde el pasado y el presente se encuentran". Y más adelante: <<"como en la frase: escribió el Libro de la Memoria en esta habitación">>.

PAUL AUSTER. La Invención de la Soledad [2]


El libro de la memoria

Primer comentario sobre la naturaleza de la casualidad.
  Comienza aquí: un amigo le cuenta una historia, y después de unos años, él se sorprende pensando otra vez en aquella historia. Es como si durante el acto de recordarla, se hubiera dado cuenta de que le está sucediendo algo, pues la historia no le hubiera venido a la memoria si no le hubiera evocado algo concreto. Sin saberlo, había estado escarbando para encontrar un lugar perdido en la memoria, y ahora que algo sale a la superficie, ni siquiera puede recordar cuánto tiempo ha estado excavando.
   Durante la guerra, el padre de M. se había escondido de los nazis durante varios meses en una chambre de bonne de París. Al final logró escapar, se fue a América y comenzó una nueva vida. Pasaron los años, más de veinte. M.  había nacido, había crecido y se había ido a estudiar a París. Una vez allí, pasó varias semanas terribles buscando alojamiento, y cuando ya había perdido la esperanza de encontarlo y estaba a punto de desistir, encontró una pequeña chambre de bonne. En cuanto se instaló, se apresuró a escribir a su padre para comunicarle la buena noticia y una semana más tarde recibió la respuesta: “Esa dirección –le escribió el padre-, corresponde al mismo lugar donde me escondí durante la guerra”. Luego pasó a describirle la habitación con todo lujo de detalles y resultó ser la misma que había alquilado con su hijo.

Por lo tanto, todo comienza con esta habitación y luego con aquella habitación. Además, con el hecho de que hay un padre, un hijo y una guerra. Hablar de miedo y recordar que el hombre que se había escondido en aquella pequeña habitación era un judío. Notar además que la ciudad era París, un lugar donde A. acababa de regresar (quince de diciembre), y donde había vivido un año entero en una chambre de bonne. Allí escribió su primer libro de poemas y recibió la visita de su propio padre en su único viaje a Europa. Recordar la muerte de su padre y sobre todo comprender –esto es lo más importante- que la historia de M. no tiene ningún significado.


Nuevo comentario sobre la naturaleza de la casualidad.
   El viaje de A. comenzó y acabó en Londres, donde pasó unos pocos días con amigos ingleses al llegar y antes de marchar. La chica del barco y los cuadros de Van Gogh era inglesa (había nacido en Londres, había vivido en América de los doce a los dieciocho años y luego había regresado a Londres para estudiar Bellas Artes), así que en la primera etapa de su viaje, A. pasó unas cuantas horas con ella. Después de su graduación, se habían visto de forma muy irregular, como mucho cinco o seis veces en todos aquellos años. Hacía tiempo que A. se había repuesto de su enamoramiento, pero nunca la había borrado del todo de su mente, aferrándose en cierto modo a aquel sentimiento de pasión, aunque la chica en sí hubiera perdido importancia. Habían pasado varios años desde su último encuentro, y ahora su compañía le resultaba deprimente, casi abrumadora. Todavía le parecía hermosa, pero daba la impresión de que la soledad la rodeaba del mismo modo que un huevo encierra el embrión de un pájaro. Vivía sola y prácticamente no tenía amigos. Durante muchos años había estado trabajando en tallas de madera, pero se negaba a enseñárselas a nadie. Cada vez que terminaba una obra, la destruía y luego comenzaba otra. A. volvía a encontrarse cara a cara con la soledad de una mujer, pero en esta ocasión se había encendido sola y se había consumido en su propia fuente.
   Uno o dos días después se fue a París, luego a Amsterdam y por fin de nuevo a Londres. Pensó que no tendría tiempo de verla otra vez, pero uno de esos días, poco antes de regresar a Nueva York, tenía una cita para cenar con un amigo (T., el mismo que pensó que podrían ser primos) y decidió pasar la tarde en la Royal Academy of Art, donde había una gran exposición de postimpresionismo. Pero la gran afluencia de visitantes al museo le hizo cambiar de idea y se encontró con tres horas libres antes de su cita. Se fue a comer pescado con patatas a un restaurante barato del Soho mientras decidía qué hacer con su tiempo extra. Luego pagó la cuenta, salió, giró la esquina y allí estaba ella, mirando el escaparate de una gran zapatería.

   No es fácil encontrarse a alguien conocido en las calles de Londres (en esa ciudad de millones de habitantes, sólo conocía a unas pocas personas) y sin embargo ese encuentro le pareció perfectamente natural, como si fuera un hecho cotidiano. Sólo un instante antes había estado pensando en ella, arrepintiendose de su decisión de no llamarla; y ahora que ella estaba allí, ante sus ojos, no pudo evitar sentir que la había hecho aparecer.
   Caminó hacia ella y la llamó por su nombre.

La Invención de la Soledad
Paul Auster

domingo

PAUL AUSTER. La Invención de la Soledad [1]



Retrato de un hombre invisible

 Esta mañana, mientras le enseñaba a Daniel cómo se hacen los huevos revueltos, me vinieron a la mente dos frases: “Y ahora quiero saber –dice la mujer con una fuerza terrible- quiero saber si es posible encontrar otro padre como él en algún lugar del mundo” (Isaac Babel).
 “Los niños tienen la tendencia a despreciar o exaltar a sus padres, y para un buen hijo su padre es siempre el mejor de los padres, al margen de si tiene o no una razón objetiva para admirarlo” (Proust).

Ahora me doy cuenta de que debo de haber sido un mal hijo. O si no exactamente malo, al menos decepcionante, una fuente de confusión y tristeza. No parecía lógico que a un hombre como él le saliera un hijo poeta, ni tampoco podía comprender cómo un joven con dos diplomas de la Universidad de Columbia podría emplearse como marinero en un petrolero en el Golfo de México y luego, sin razón aparente, marcharse a París y pasar allí cuatro años llevando una vida de lo mas precaria. Su descrición más frecuente de mí era que yo tenía “ la cabeza en las nubes” o que no tenía “los pies sobre la tierra”. Nunca debe de haber tenido una idea muy concreta sobre mí, más bien me vería como si fuera algo etéreo o un ser de otro mundo. Para él uno comenzaba a formar parte del mundo a través del trabajo, y por definición, el trabajo era un medio para conseguir dinero. Lo que no producía dinero no era trabajo, por lo tanto escribir no lo era, menos aún si se trataba de poesía. Como mucho podía considerarse un pasatiempo, una forma agradable de entretenerse entre las cosas que realmente importaban. Mi padre pensaba que yo estaba derrochando mi talento y que me negaba a crecer. Sin embargo, entre nosotros había una especie de vínculo. No es que estuviéramos muy unidos, pero nos manteníamos en contacto. Una llamada telefónica una vez al mes y tal vez tres o cuatro visitas al año. Cada vez que publicaba un libro de poemas se lo enviaba religiosamente y él siempre llamaba para agradecérmelo. Siempre que escribía un artículo en una revista, sacaba una copia para dársela la próxima vez que lo viera. The New York Review of Books no significaba nada para él, pero los artículos en Commentary le impresionaban. Creo que el hecho de que los judíos me publicaran le hacía pensar que tal vez tuviera talento. Una vez, cuando yo todavía vivía en París, me escribió para decirme que había ido a la biblioteca pública a leer algunos poemas míos que acababan de aparecer en Poetry. Me lo imaginé en una gran sala desierta, por la mañana temprano antes de ir a trabajar, sentado en una de esas mesas largas, con el abrigo aún puesto, inclinado sobre palabras que a él debían de parecerle extrañas. Intenté guardar esta imagen en la memoria, junto a tantas otras que no me abandonan. Una imperiosa y desconcertante fuerza de contradicción. Ahora comprendo que cada hecho es invalidado por el siguiente, que cada idea engendra una idea equivalente y opuesta. Es imposible decir algo sin reservas: era bueno o malo, era esto o aquello. Todas las contradicciones son ciertas. A veces tengo la sensación de que estoy escribiendo sobre dos o tres personas diferentes, distintas entre sí, cada una en contradicción con las otras. Fragmentos. O la anécdota como forma de conocimiento. El súbito rapto de generosidad. En aquellos escasos momentos en que el mundo no era una amenaza para él, la bondad se convertía en la razón de su vida. “Que el señor lo bendiga siempre.” Sus amigos lo llamaban siempre que tenían problemas. Un coche se paraba en cualquier sitio en mitad de la noche y mi padre se levantaba de la cama para ir al rescate. En cierto modo, los demás se aprovechaban de él con facilidad, pero él nunca se quejaba de nada. Tenía una paciencia casi sobrehumana. Era la única persona que conocí que podía enseñarle a conducir a alguien sin enfadarse o ponerse nervioso. Uno podía conducir directamente hacia un poste de la luz, que él no se alteraba en lo más mínimo. Era inescrutable y, quizá por eso, a veces parecía sereno.

La Invención de la Soledad
Paul Auster