Festival de beethoven por Rafal Olvinski

Festival de beethoven por Rafal Olvinski

viernes

PAUL AUSTER. La Invención de la Soledad [2]


El libro de la memoria

Primer comentario sobre la naturaleza de la casualidad.
  Comienza aquí: un amigo le cuenta una historia, y después de unos años, él se sorprende pensando otra vez en aquella historia. Es como si durante el acto de recordarla, se hubiera dado cuenta de que le está sucediendo algo, pues la historia no le hubiera venido a la memoria si no le hubiera evocado algo concreto. Sin saberlo, había estado escarbando para encontrar un lugar perdido en la memoria, y ahora que algo sale a la superficie, ni siquiera puede recordar cuánto tiempo ha estado excavando.
   Durante la guerra, el padre de M. se había escondido de los nazis durante varios meses en una chambre de bonne de París. Al final logró escapar, se fue a América y comenzó una nueva vida. Pasaron los años, más de veinte. M.  había nacido, había crecido y se había ido a estudiar a París. Una vez allí, pasó varias semanas terribles buscando alojamiento, y cuando ya había perdido la esperanza de encontarlo y estaba a punto de desistir, encontró una pequeña chambre de bonne. En cuanto se instaló, se apresuró a escribir a su padre para comunicarle la buena noticia y una semana más tarde recibió la respuesta: “Esa dirección –le escribió el padre-, corresponde al mismo lugar donde me escondí durante la guerra”. Luego pasó a describirle la habitación con todo lujo de detalles y resultó ser la misma que había alquilado con su hijo.

Por lo tanto, todo comienza con esta habitación y luego con aquella habitación. Además, con el hecho de que hay un padre, un hijo y una guerra. Hablar de miedo y recordar que el hombre que se había escondido en aquella pequeña habitación era un judío. Notar además que la ciudad era París, un lugar donde A. acababa de regresar (quince de diciembre), y donde había vivido un año entero en una chambre de bonne. Allí escribió su primer libro de poemas y recibió la visita de su propio padre en su único viaje a Europa. Recordar la muerte de su padre y sobre todo comprender –esto es lo más importante- que la historia de M. no tiene ningún significado.


Nuevo comentario sobre la naturaleza de la casualidad.
   El viaje de A. comenzó y acabó en Londres, donde pasó unos pocos días con amigos ingleses al llegar y antes de marchar. La chica del barco y los cuadros de Van Gogh era inglesa (había nacido en Londres, había vivido en América de los doce a los dieciocho años y luego había regresado a Londres para estudiar Bellas Artes), así que en la primera etapa de su viaje, A. pasó unas cuantas horas con ella. Después de su graduación, se habían visto de forma muy irregular, como mucho cinco o seis veces en todos aquellos años. Hacía tiempo que A. se había repuesto de su enamoramiento, pero nunca la había borrado del todo de su mente, aferrándose en cierto modo a aquel sentimiento de pasión, aunque la chica en sí hubiera perdido importancia. Habían pasado varios años desde su último encuentro, y ahora su compañía le resultaba deprimente, casi abrumadora. Todavía le parecía hermosa, pero daba la impresión de que la soledad la rodeaba del mismo modo que un huevo encierra el embrión de un pájaro. Vivía sola y prácticamente no tenía amigos. Durante muchos años había estado trabajando en tallas de madera, pero se negaba a enseñárselas a nadie. Cada vez que terminaba una obra, la destruía y luego comenzaba otra. A. volvía a encontrarse cara a cara con la soledad de una mujer, pero en esta ocasión se había encendido sola y se había consumido en su propia fuente.
   Uno o dos días después se fue a París, luego a Amsterdam y por fin de nuevo a Londres. Pensó que no tendría tiempo de verla otra vez, pero uno de esos días, poco antes de regresar a Nueva York, tenía una cita para cenar con un amigo (T., el mismo que pensó que podrían ser primos) y decidió pasar la tarde en la Royal Academy of Art, donde había una gran exposición de postimpresionismo. Pero la gran afluencia de visitantes al museo le hizo cambiar de idea y se encontró con tres horas libres antes de su cita. Se fue a comer pescado con patatas a un restaurante barato del Soho mientras decidía qué hacer con su tiempo extra. Luego pagó la cuenta, salió, giró la esquina y allí estaba ella, mirando el escaparate de una gran zapatería.

   No es fácil encontrarse a alguien conocido en las calles de Londres (en esa ciudad de millones de habitantes, sólo conocía a unas pocas personas) y sin embargo ese encuentro le pareció perfectamente natural, como si fuera un hecho cotidiano. Sólo un instante antes había estado pensando en ella, arrepintiendose de su decisión de no llamarla; y ahora que ella estaba allí, ante sus ojos, no pudo evitar sentir que la había hecho aparecer.
   Caminó hacia ella y la llamó por su nombre.

La Invención de la Soledad
Paul Auster

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